En la actualidad damos prácticamente por asumido que existe una institución –o conjunto de instituciones– que conocemos como estado el cual ejerce de la forma más perceptible el poder sobre nuestras vidas: qué bienes son de nuestra propiedad y cuáles no, qué debemos y qué no podemos hacer, hasta dónde somos libres de trasladarnos, etc. Como ya en su día afirmó el sociólogo Max Weber, una de las formas de definir el estado es como aquel ente capaz de arrogarse el monopolio de la violencia en un territorio definido… y es siempre ésta –la violencia– su fuente de poder en última instancia. Es lo que se llama la coacción. Sin embargo, existen otras muchas fórmulas a las que los gobiernos recurren para someter de forma indirecta, mediante la sugestión. La palabra más adecuada para describir esta fórmula es la de coerción.
Una de estas fórmulas de coerción, no la única pero sí una bastante importante, es la de representar de forma simbólica el poder y hacerlo presente en todos los lugares a él sometidos. Por ejemplo son todavía conocidos por buena parte de las localidades de la antigua Corona de Castilla rollos y picotas que durante el Antiguo Régimen eran escenario de juicios y ajusticiamientos. No se impartía justicia todos los días, pero sí que a diario la figura de este símbolo del poder se erguía a la vista de todos los vecinos en plazas y cruces de caminos. Y debe decirse que esto no fue entonces, en la Edad Media, una idea nueva, sino que ha sido un proceder muy habitual en los distintos reinos, repúblicas e imperios desarrollados desde la antigüedad a lo largo y ancho del globo. Quizás uno de los ejemplos más representativos es el conocido como la inscripción de Behistún (Irán), un enorme relieve que Darío I ordenó grabar sobre un cruce de caminos representando de forma figurada las victorias que le condujeron al trono, todo ello acompañado por tres conjuntos de textos narrando tales gloriosos acontecimientos en persa, elamita y babilonio. Cualquier viandante de los muchos que pasarían por allí no podría haber evitado recordar quién mandaba y por qué mandaba.

Inscripción de Behistún. Arriba, relieve de Darío I y los vencidos, abajo, textos en las tres lenguas más importantes del imperio con el relato de los hechos
Pero las muchas culturas que englobamos dentro del concepto de Prehistoria se caracterizan todas ellas por la ausencia de lo que entendemos por estado –de hecho por norma general se entiende que cuando en una cultura se desarrolla el estado es cuando ésta abandona el periodo prehistórico. Los grandes símbolos de poder de la historia universal –las pirámides egipcias o aztecas, los palacios minoicos, las tumbas reales mesopotámicas o chinas, etc.– se crearon en sociedades estatales, en las que un grupo reducido de personas concentraba una gran cantidad de poder. Sin embargo, eso no quiere decir que en las sociedades prehistóricas el poder se encontrara ausente. Aunque si bien de forma distinta, el poder efectivamente existió, y se ejecutó y se representó de forma simbólica. Y tenemos constancia de ello.
1. El poder personal en sociedades sin estado
En el imaginario popular sobre la Prehistoria el asunto del poder no llega a expresarse de forma clara. Por un lado hay quienes creen que en las “tribus” había un “jefe” que era quien tomaba las decisiones. Otros piensan más en pequeñas asambleas en las que todos sus miembros debatían largamente para alcanzar un consenso. En todo caso se tiende a pensar que este ejercicio del poder era bastante simple, se ocupaba de pocas cuestiones y no requería grandes esfuerzos. Pero la realidad probablemente fuera muy diferente. Nunca podremos saber con gran detalle cómo se organizó el poder en las sociedades prehistóricas, pero si atendemos a los estudios etnográficos de grupos de cazadores-recolectores y agricultores primitivos del presente, vemos que en este tipo de sociedades no sólo existe una gran variedad de formas de cómo se ejerce el poder sino que, también, podemos ver que éste se organiza de formas mucho más complejas de lo que se puede pensar en un primer momento.
No voy a realizar aquí un ensayo sobre el poder en las culturas estudiadas por la etnografía, pues ante todo soy arqueólogo y no antropólogo. Sin embargo, os quiero citar algunos ejemplos que creo que ilustran la complejidad a la que anteriormente me refería. Claude Meillassoux estudió a los Gouro de Costa de Marfil y sintetizó en su ensayo Femmes, greniers et capitaux (1975) cómo los varones ancianos controlaban los matrimonios –estableciendo dotes, arras, permisos, etc.– y utilizaban a las mujeres en edad fértil como moneda de cambio para dominarlas a éstas y a los varones jóvenes. Mary Helms repasó documentos y costumbres de culturas de distintas épocas y lugares en Ulysses’ Sail (1988), en el que destaca cómo los cabecillas de muchos grupos emplean conocimientos –principalmente lenguas, relatos, tecnologías, etc. aprendidos en viajes o peregrinaciones desarrollado en lugares distantes– para fascinar a sus congéneres y convencerlos de su derecho a mandar. Christopher Boehm estudió el sistema de toma de decisiones en grupos igualitaristas y en Hierarchy in the forest (1999) describió cómo el igualitarismo de ciertos grupos no es un estado básico y de equilibrio sino que existen multitud de mecanismos culturales como por ejemplo el empleo de burlas, desprecios o incluso violencia para que amplias coaliciones políticas de gente común prevengan que determinados personajes ambiciosos destaquen sobre el resto.

Ongka, “gran hombre” de los Dani de Nueva Guinea, protagonizó el famoso documental Kawelka en el que se narra cómo trata de convencer a sus clientes y vecinos para celebrar un festín que refuerce su prestigio
Por lo tanto, el poder en los grupos sin estado no es algo que funcione de manera sencilla. De forma paralela al empleo de la violencia –no ejércitos profesionales como en el caso de los estados burocráticos, sino grupos de guerreros– se emplean prácticas que involucran sugestión, prestigio o coaliciones de resistencia: no olvidemos que el poder se ejerce de arriba a abajo pero también de abajo hacia arriba. Sin embargo, todo esto nos muestra que el poder se ejerce de distintas formas en sociedades sin estado en la actualidad. Pero ¿Y en la Prehistoria?
2. Los jerarcas prehistóricos. Una cuestión elusiva
Una cuestión derivada de un enconado debate filosófico es la de si el ser humano en su “estado natural” era violento (Hobbes) o pacífico (Rousseau) y mediante la confusión entre “natural”, “primigenio” y “prehistórico” este debate ha terminado por trasladarse al campo de la Prehistoria. Todavía queda mucho por tratar para dirimir si las culturas prehistóricas en su conjunto eran más o menos violentas que nuestro presente, pero en ningún caso debe decirse que eran sociedades carentes de violencia. En El Camino de la Guerra el arqueólogo Jean Guilaine y el médico Jean Zammit muestran cómo en la Europa del Neolítico y la Edad de los Metales hubo matanzas –Tallheim y San Juan Ante Portam Latinam son casos significativos–, fortificaciones –uno de los más notables es el poblado amurallado calcolítico de Los Millares en Almería, pero hay muchos más– y cómo se fue construyendo el arquetipo del guerrero heroico –varón armado, cazador y luchador, participante de festines y consumidor de bebidas alcohólicas-.

Recreación de un personaje equipado con el set guerrero aristocrático campaniforme (ilustración Luis Repiso)
Así que efectivamente hubo violencia, pero… ¿Se debe poner en relación esta violencia con el ejercicio del poder? Muy probablemente sí. Si bien es posible que la violencia pueda ejercerse en pequeñas razzias o como autodefensa, tanto la existencia de élites guerreras como la idealización del guerrero y el amurallamiento de acrópolis o poblados centrales que se dan en buena parte de Europa desde la Edad del Cobre y, especialmente, la Edad del Bronce, sugieren la aparición de una división interna en la sociedad entre grandes masas campesinas y pequeños grupos de aristócratas guerreros. En este contexto resulta muy probable que dicha aristocracia emplease la violencia como forma de coacción para mantener su posición preeminente, de ejercer su poder sobre el resto.
¿Y qué habría sucedido en los momentos y lugares donde no se identifica una aristocracia guerrera? Como ya se ha dicho, hay otras formas de poder que optan por la vía de la coerción. Los arqueólogos no podemos registrar –o muy difícilmente– situaciones como las descritas por la etnografía y que se sintetizaban en el punto anterior. Pero sí que podemos rastrear la expresión material de ese poder. Si bien nos resulta complicado saber si un personaje se ha erigido sobre sus convecinos mediante el tráfico de matrimonios o a través de su magnetismo particular, el uso de símbolos que acompañan al ejercicio de ese poder sí que deja una huella perceptible.
Ya se habló en su momento sobre los artefactos sociotécnicos, aquellos objetos que sirven para transmitir información sobre sexo, rango de edad, filiación, etc. y posición social. A este respecto el empleo de objetos elaborados sobre materias primas raras o exóticas o aquéllos que son innecesariamente trabajados y retrabajados suele interpretarse como símbolos de poder: adornos de marfil, oro, plata, ámbar y piedras preciosas, hachas de jade, armas de cobre, etc. serían los atavíos que determinados personajes emplearían para exhibir su posición. Significativamente, los individuos inhumados con objetos de este tipo suelen contar con grandes acumulaciones de los mismos, ocupar un lugar preeminente en un enterramiento colectivo y aparecer en monumentos funerarios en los que se ha invertido un importante trabajo.

Elementos de prestigio neolíticos y calcolíticos elaborados sobre materiales raros y exóticos. Izquierda, puñal de cuarzo hialino tallado con empuñadura de marfil. Centro, orfebrería varia. Derecha, hacha pulimentada de jade alpino (Los objetos no están a escala)
Sin embargo, ese último elemento mencionado, el de la arquitectura monumental, puede ser un arma de doble filo a este respecto. Está claro que la pirámide de Keops es un masivo edificio erigido para gloria de un monarca –y del estado que éste representa. También parece seguro que los monumentos son símbolos de poder personal en el caso de los Fürstengraben, grandes túmulos erigidos para príncipes de la cultura de la Edad del Hierro centroeuropea de Hallstat, o en cualquier otro lugar en el que se puedan adscribir obras de este tipo a un solo personaje. Pero ¿Y en los casos en los que esto no es así? ¿Debemos considerar toda la arquitectura monumental como símbolo de un poder jerarquizado?
3. El poder colectivo, gran marginado
Entre las pruebas de la puesta en acción del poder entre las sociedades prehistóricas una de las más claras es la de la existencia, en ocasiones, de grandes acumulaciones de trabajo fuera de lo normal. Por ejemplo en casos de infraestructuras –obras de irrigación o aterrazamientos–, tumbas monumentales o centros ceremoniales. Muchos prehistoriadores tienden a interpretar que este tipo de manifestaciones de poder son la prueba necesaria y suficiente para identificar jerarquías, pues parten del postulado de que la masa es pasiva y que sólo entra en acción debido al estímulo de un líder que sabe qué teclas tocar. Pero existen muchos casos en los que se dan pruebas de poder en las que apenas si hay pruebas de personajes poderosos.
Uno de los clásicos es el del megalitismo de la Europa Atlántica. Construcciones neolíticas, a veces de grandes dimensiones, que supusieron la movilización de en ocasiones cientos sino miles de personas y que, dado que eran receptáculo de inhumaciones múltiples, no estaban destinadas a un individuo particular. ¿Un monumento colectivo y colectivista? No es el mejor ejemplo, pues aunque entre los grupos que los construyeron es bastante segura la ausencia de aristocracias privilegiadas y hereditarias, sí que hay pruebas de ciertas, aunque leves, desigualdades sociales: no todos los que los construyeron fueron luego enterrados en ellos y, de entre estos escogidos, algunos contaban con ajuares más ricos que otros. Por tanto, aquí nos encontramos ante una zona de grises entre el poder individual y el poder colectivo.
Otros casos de más reciente descubrimiento son, no obstante, bastante más indicativos a este respecto. Los grandes poblados neolíticos de la cultura de Cucuteni-Trypillia (Rumanía-Ucrania), algunos con miles de viviendas capaces de alojar una población que se calcula en decenas de miles de personas, diríase que protourbanos, pertenecieron –contraintuitivamente– a sociedades bastante igualitarias. Todas las viviendas son de similares dimensiones y en su interior no se han documentado acumulaciones de riqueza. Pero la ausencia de jerarquías no significa la ausencia de poder: una comunidad compuesta por decenas de miles de personas por fuerza debe de encargarse de organizar un sinfín de actividades –ciclos agrícolas, defensa, gestión de la cabaña ganadera y de las tierras de cultivo, etc. La presencia en todos estos poblados de amplios espacios centrales vacíos de edificaciones –a excepción de, en algún yacimiento, pequeños edificios cultuales– es interpretado por algunos como el lugar en el que se celebrarían masivas asambleas en donde entraría en acción el poder colectivo.

Reconstrucción del asentamiento Cucuteni-Trypillia de Talianki. Obsérvese el espacio vacío central.
Otro caso mucho más espectacular es el del yacimiento sirio de Jerf el Ahmar. Aquí habitó una comunidad de agricultores neolíticos entre aproximadamente el 9500 y el 8700 a.C., los cuales se organizaban en viviendas cuadrangulares de similares dimensiones y entre las que no se ha documentado concentración alguna de riqueza. Pero, a diferencia de lo que sucede en el caso anteriormente descrito de Cucuteni-Trypollie, en Jerf el Ahmar y otros lugares similares se ha identificado y exhumado edificios centrales de planta circular y mayores dimensiones que las viviendas. La presencia en algunos de instalaciones para el almacenamiento de grano y de bancos corridos adosados a sus paredes, sin ningún tipo de posición de presidencia o preeminencia, conduce a pensar en edificios comunitarios, en los que los habitantes del poblado discutirían y acordarían en pie de igualdad problemas colectivos como la gestión del excedente ahí acumulado y, probablemente, otras muchas cuestiones.

Fotografías del edificio comunal central de Jerf el Ahmar (fuente ArchéOrient)
¿Nos encontramos en Cucuteni-Trypollie o en Jerf el Ahmar con las pruebas prehistóricas de esas potentes y activas coaliciones anti-jerárquicas que el antropólogo Boehm ha identificado en algunas tribus modernas? Es una posibilidad. En todo caso, son buenas pruebas de la existencia de amplios grupos comunitaristas capaces de resolver problemas derivados de circunstancias –la gestión de asentamientos protourbanos o de empresas de arquitectura monumental– para las que, de forma habitual, se entendía necesaria la presencia de potentes jerarquías. ¿Es la masa contingente y los jefes necesarios… o más bien al revés?
Diciembre de 2017
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