Existe un eslogan político, obra de la exprimera ministra británica Margaret Thatcher, que afirma rotundamente que la sociedad no existe dado que, más bien, lo que existen son los individuos. Trascendiendo el debate sobre el papel del individuo o de la colectividad en nuestro mundo actual lo cierto es que aplicar ese razonamiento empirista a las ciencias humanas sería el equivalente a tratar de comprender el funcionamiento de la química molecular exclusivamente a partir de las características de las partículas elementales. En todas las culturas que conocemos han existido, sin excepción, agrupaciones formales o informales de individuos alrededor de atributos distintivos –género, franjas de edad, profesión, estatus, etc.– los cuales, bajo ciertas circunstancias, puede decirse que funcionan de forma autónoma y completamente operativa, reconociendo sus propios intereses y generando sus particulares cosmovisiones o “sub-culturas”. La adscripción de los individuos pretendidamente “atómicos” a los distintos sub-grupos sociales y las interrelaciones –de simbiosis, de explotación, de retroalimentación, etc.– entre esos sub-grupos es lo que podríamos denominar sociedad.
El estudio de las sociedades actuales ya es un asunto complejo pues se funda en engarzar distintas categorías de información –datos económicos, sociológicos, preferencias culturales– que nunca deja de ser muestral, esto es tomada de una parte pretendidamente representativa del total. Ahora imaginad reducir ese corpus a una insignificante parte de su tamaño original, eliminad la mitad de los indicadores y prendedle fuego a lo que os quede. Las cenizas que hayáis podido recoger con posterioridad son el equivalente a la base empírica que los arqueólogos utilizamos para tratar de reconstruir la organización social de las culturas prehistóricas. Desolador ¿Eh? Al menos nosotros tenemos el consuelo de saber que los fragmentos de cerámica mienten menos que los encuestados por el CIS.
La arqueología incluye muchas subdisciplinas técnicas –métodos de excavación, de toma de muestras, de análisis arqueométrico, etc.– con sus respectivas problemáticas pero el meollo de la cuestión radica en cómo poner en conjunto toda la información que estos procedimientos nos ofrecen y, fundamentalmente, cómo leerla. El fundamental acto interpretativo del arqueólogo es traducir los restos materiales realmente existentes en reconstrucciones intelectuales –procesos, modelos teóricos o relatos– referentes a las trayectorias históricas de las culturas pretéritas. Si un excavador exhuma una pequeña construcción con un espacio relleno de restos carbonizados de combustible y cenizas la cual se encuentra anexa a una cámara con pruebas de haber sido calentada a centenares de grados centígrados y, además, puede identificar en los alrededores abundantes restos de cerámicas desechadas por defectos de cocción la conclusión lógica es: nos encontramos ante un horno cerámico. Si se exhuma una tumba con un individuo ricamente engalanado con adornos de metales preciosos y objetos importados, el cual se localiza en una necrópolis en la que sus vecinos apenas si portan un cacharro y un cuchillo la conclusión lógica es: hemos encontrado al “jefe” de la comunidad.

Reconstrucción del enterramiento del llamado Señor de Sipán
Esta es la traducción sencilla de una situación igualmente sencilla, tanto para el caso del horno como para el del jefe. Así se aplicó desde principios del s. XX cuando Gordon Childe analizó la aparición de la sociedad de clases y el estado en el Próximo Oriente en su Man Makes Himself (1936), un caso en el que las diferencias existentes entre los faraones enterrados en las pirámides y la mayor parte de la población en sus modestas tumbas particulares eran más que significativas. Pero lo habitual es encontrarse con casos arqueológicos más complicados y que no expresan de forma tan evidente las distinciones entre grupos sociales. Ahí entra el problema de la caja negra.
Cuando a la hora de transformar documentación empírica en construcciones abstractas –un esqueleto rodeado de objetos suntuosos era un jefe- deben asumirse como ciertas determinadas presunciones… y no existe un consenso, en la comunidad de los arqueólogos, sobre qué presunciones son las correctas. Esto es debido a que existen muchas varias propuestas, que emanan cada una de ellas de una tradición teórica diferente y se generaron acordes con distintas filosofías. Por supuesto que cada una de ellas está adecuadamente construida y que en sus propios foros son discutidas y discutibles. Pero aplicar una fórmula –pues no dejan de ser un algoritmo– sin preocuparse de cómo está construida es abocarse a la “caja negra” en la que unos datos entran y una reconstrucción sale sin llegar realmente a comprender qué pasa en el medio.

Representación del problema de la caja negra en la teoría de sistemas (arriba) y su equivalente en el contexto arqueológico (abajo)
2. Distintas propuestas para interpretar desde la perspectiva social el registro arqueológico
Como ya describí en el primer post, la arqueología tradicionalista asumía que el “sujeto histórico” a estudiar eran los pueblos entendidos como ente cultural uniforme. No obstante, poco a poco comenzaron a aparecer arqueólogos interesados por ir más allá y tratar de comprender la organización social de dichos pueblos. Los primeros pasitos los dieron Childe en los años 1930 o Grahame Clark en los 1950, quienes emplearon formas todavía intuitivas de entender el “lujo” o la “riqueza” como indicadores de un todavía nebuloso concepto social de desigualdad o jerarquía. Pero no fue sino hasta la explosión de la arqueología social que la entonces llamada Nueva Arqueología –hoy denominada Arqueología Procesualista– desarrolló en los años 60 del s. XX para que se diera un tratamiento más profundo de esta idea.
2.1. La arqueología social materialista
El primero en plantear una forma objetiva de identificar un indicativo de la organización social fue Lewis Binford, quien en su celebérrimo Archaeology as Anthropology (1962) acuñó el concepto de “artefacto sociotécnico”. En contraposición a “tecnómico” –objeto destinado a la interacción con el mundo físico– e “ideotécnico” –objeto destinado a la interacción con la esfera religiosa–, “sociotécnico” sería todo aquel artefacto empleado en las actividades por las que “unos individuos se articulan con otros” en forma de símbolo sobre sus adscripciones sociales. Así, una bufanda de un equipo de fútbol se emplearía para simbolizar la adscripción de su portador a “fans del equipo X”, la ropita de bebé rosa o azul a “niña” o “niño” o una camiseta del Ché Guevara al comunismo revolucionario.
En lo referente al estatus social, Binford sugirió que serían indicativos de una posición elevada todos aquellos objetos para cuya manufactura se hubiera empleado una cantidad de trabajo mayor que la estrictamente necesaria para que dicho objeto cumpliera una función tecnológica: un hacha de cobre es mucho más costosa de producir que un hacha de piedra y, al ser más endeble, no ofrece mejoras sustanciales en cuanto a su practicidad. Dicha hacha no sería, por tanto, un artefacto tecnómico para interactuar con el medio –cortar madera- sino un artefacto sociotécnico para interactuar con otras personas –simbolizando la adscripción del portador a un alto estatus.
Para darle todavía más precisión al asunto surgieron varias propuestas orientadas a cuantificar de forma absoluta el valor social de distintos objetos. Por ejemplo David Clarke empleó el trabajo dedicado a la elaboración de vasos cerámicos barrocamente decorados, Joseph Tainter el trabajo dedicado a la construcción de las tumbas y el ritual funerario y Colin Renfrew la cantidad de objetos de procedencia exótica usados como ajuar funerario. Siendo las necrópolis el escenario perfecto para asociar individuos y los ajuares a ellos descritos, comenzó a cuantificarse el “valor social” adscrito a cada persona en el contexto de su comunidad, entendiéndose que la igual o desigual distribución de ese valor a según qué persona en ajuares y tumbas sería una representación fiel de las distintas posiciones de rango existentes durante la vida de ese grupo humano.

Ejemplo contemporáneo de la diferencia social expresada a través del ritual funerario. Dos tumbas humildes rodeadas de panteones más costosos
Con el tiempo, se dio el salto del mundo funerario al espacio de los vivos, y también comenzó a cuantificarse la cantidad y el tipo de bienes recuperados en excavaciones de contextos domésticos, la arquitectura de las viviendas o la capacidad de almacenaje de bodegas y silos, entre otros. A ello debe sumársele el desarrollo técnico de la paleopatología y de la bioarqueología con procedimientos que, mediante análisis físicos y químicos de los restos óseos, nos permiten conocer la calidad de vida de los difuntos –enfermedades, tipo de actividades desarrolladas, alimentación, etc.- y comparar si el estatus deducido de sus elementos de ajuar se corresponde o no con el estilo de vida que tal personaje disfrutó (o sufrió). En último lugar cabe destacar que en los últimos años la cuantificación se ha ido refinando y poco a poco van incorporándose técnicas de otras ciencias sociales como, por ejemplo, el famoso índice Gini, el cual permite una comparar los grados de desigualdad entre dos sociedades con diferentes niveles de riqueza absoluta.
2.2. La arqueología social posmodernista
Sin embargo, hubo quienes consideraron inadecuado tanto afán cuantitativista. Como reacción a lo que se entendía como “excesos” materialistas, a comienzos de los 1980’s se extendió una nueva forma de hacer las cosas, escéptica al respecto de las capacidades de la cuantificación de las técnicas anteriormente descritas y más orientada hacia el estudio de la estructuración simbólica de las relaciones sociales que a las relaciones sociales en sí mismas. Fue la denominada como Arqueología Posprocesualista.
Al respecto, por ejemplo, del “valor social” de los conjuntos funerarios, hubo quienes, como el mediático director del conjunto arqueológico de Stonehenge, Mike Parker Pearson, plantearon que el mensaje transmitido en el ritual funerario no tendría por qué ser la representación fiel de la posición del difunto en su sociedad. Es más, afirmaron que los muertos y el aparataje que los rodea serían nada más y nada menos que el escenario donde los vivos –sus familiares, sus acólitos– habrían manipulado la imagen del difunto en su propio beneficio. Por lo tanto, según estos arqueólogos, la lectura “directa” realizada hasta ese momento habría pecado de ingenua y en ningún caso podría aplicarse una fórmula cuantitativa para indagar en esos aspectos.
Como contrapartida, los posprocesualistas plantearon una interpretación más “intuitiva” y, según estiman, “empática”, del registro arqueológico. Clásico es el libro de la antropóloga Mary Helms titulado Ulysses’ Sail, donde se destaca la importancia del factor distancia en las sociedades preindustriales: un personaje que ha viajado ha adquirido experiencias y conocimientos como lenguas, costumbres y tecnologías foráneas los cuales servirían para crearle un aura de misticismo entre sus congéneres no «viajeros», consiguiendo así elevar su estatus. La nada rara presencia en el registro arqueológico de artefactos de origen exótico –o de individuos que gracias a la huella isotópica de sus huesos se demuestre han sido migrantes– se lee ahora habitualmente en ese sentido. Otros autores como Colin Richards optaron, por su parte, por indagar en las experiencias del ritual funerario: en el caso de los monumentos megalíticos los participantes deberían –por el espacio físico de estos lugares- haber sido ser una porción minoritaria -¿y privilegiada?– de la comunidad, que se habría arrastrado por angostos pasillos, escuchado sonidos reverberantes y visto cambiantes claroscuros. Esto, puesto en conexión con determinados relatos mitológicos supuestamente restringidos a una parte también minoritaria de la población, constituirían los rituales diferenciadores que separarían a la élite del común.

Lectura posmodernista del complejo monumental de Stonehenge, según Parker Pearson y Ramilisonina en Antiquity, 72.
La Arqueología Posprocesualista o posmodernista, por tanto, no es que criticara o tratara de mejorar el esquema procesualista de elaborar herramientas para reconstruir de forma cuantitativa la organización social de las culturas pretéritas. Su objetivo fue superar dicho esquema y cambiar radicalmente el enfoque para esforzarse, en cambio, por empatizar con las experiencias sociales de las culturas pretéritas. Fue el pasar de interesarse por averiguar si “en esta sociedad había ricos y pobres” a reflexionar sobre si “los ricos/pobres de esta sociedad se expresaban y sentían de esta o de otra forma”.
3. La aplicación práctica de los postulados teóricos
Como en casi todos los casos, una cosa es la alta teoría y la reflexión epistemológica y otra es la aplicación práctica de la arqueología social. Aquí, en éste un campo más experimental, es bastante habitual mezclar metodologías emanadas de las dos concepciones teóricas arriba descritas. No creo que deba ser necesario para un arqueólogo el elaborar una reflexión crítica antes de aplicar una herramienta de este tipo en todos los casos. Sin embargo, sí que considero que está bastante extendido el ignorar u obviar que dichas herramientas tienen críticas, lo que conduce en muchas ocasiones a tomar los resultados no como las inferencias preliminares que deberían ser sino, por el contrario, como conclusiones definitivas.
En un primer momento había pensado en concluir esta introducción a la metodología de la arqueología social con algunos ejemplos que ilustren la puesta en acción de las distintas formas de hacer las cosas, pero habría quedado un post demasiado extenso. Por tanto, os emplazo a visitarme de nuevo el mes que viene para leer sobre tres clásicos casos de estudio diferentes de arqueología social, en los que se han aplicado de distinta forma técnicas como las arriba descritas: el análisis materialista (funcionalista) de Colin Renfrew sobre los orígenes de la civilización en la Grecia de la Edad del Bronce, el análisis materialista (marxista) del equipo de Vicente Lull sobre los orígenes de las clases sociales y el estado en la Edad del Bronce del sureste de la Península Ibérica (cultura de El Argar) y el análisis posmodernista de Michael Shanks y Christopher Tilley sobre la aparición de las desigualdades y la ideología dominante en el Neolítico del norte Europeo. Espero que os resulte interesante [actualizado: Metodología de la Arqueología Social 2].
Abril de 2017
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